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La noche se me está haciendo larga y apenas puedo dormir. No es el miedo el causante de mi insomnio, sino más bien el deseo de que lleguen las siete y media de la mañana, que el móvil suene a la hora programada, que no se quede sin batería, y sobre todo, que consiga escucharlo, que no me duerma en el último momento. La boca se me abre sola en un largo y profundo bostezo, es un aviso de que me debo dormir, de que mis músculos se están relajando, preparándose para el descanso necesario que dispondrá mi cuerpo y mi mente para la mañana siguiente.
Vuelta a la derecha..., vuelta a la izquierda..., boca arriba..., boca abajo ..., no hay manera... ¡No puedo dormir! Cierro los ojos y veo toros por todas partes. Se me vienen a la cabeza escenas recientes, de los últimos festejos de este año, toros y cabestros que corren dentro de mi cabeza haciendo sonar sus pezuñas sobre el asfalto acompasadas al tañido de los cencerros. Intento relajarme y dormir, me imagino pintando una pared blanca con pintura negra; a mí me da resultado, es mucho mejor que contar ovejas, -nada de animales, que al final siempre acaba uno pensando en los cornúpetas y no es lo más adecuado-. Consigo dormirme, mientras el tiempo vuela y a través de la ventana abierta, comienza a entrar la ligera pero fría brisa del páramo castellano anunciándome que pronto amanecerá.
El despertador suena en grado de tentativa, mi expectante mano derecha lo ha hecho callar rápidamente. Me visto amparado en la oscuridad, sin hacer ruido, los míos duermen todavía. Me despido de mi mujer y de los peques con un beso en la frente. Los arropo hasta el cuello para que no cojan frío y salgo de la casa bajo la más que fresca madrugada castellana del mes de agosto. Abrocho mi cinturón de seguridad y arranco rumbo a Segovia, con la intención de llegar a tiempo de tomarme un café que por lo menos me haga entrar en calor. En el cruce de Riofrío el termómetro marca seis grados. Enciendo la calefacción, aunque sé que al salir será peor y tendré más frío. Los nervios y la hipotermia me harán temblar, tiritar y rechinar los dientes.
El café que acabo de tomarme en el Barrio de San Lorenzo, me ha sentado muy bien, aunque más que saborearlo lo he engullido. Me veo obligado a ir al baño por segunda vez. No es que tenga el muelle flojo, más bien es un mecanismo de autodefensa inconsciente. Quizás el metabolismo se ha acelerado sin yo sospecharlo, quizás el subconsciente me hace aligerar peso de la vejiga. Quizás los riñones trabajan a pleno rendimiento expectantes ante el exceso de actividad que les espera en unos minutos. Mi cuerpo y mi mente deberán estar al cien por cien. Serán unos pocos segundos, tal vez cinco o seis, pero serán los únicos de los que dispondré para participar en la ceremonia de adoración para la que tantos y tantos compañeros anónimos nos hemos congregado.
Quedan cinco minutos ..., cuatro minutos y cincuenta segundos ..., cuatro minutos y medio ..., el reloj se mueve muy lentamente, parece como si el segundero se hubiese parado. La ansiedad se está apoderando de mí. Estoy comenzando a perder el control sobre mí mismo y trato de relajarme estirándome los calcetines hasta el límite de su elasticidad.
Son las nueve. Se desata un auténtico movimiento de tropas dentro de mi organismo. La presión sanguínea aumenta comprimida por el corazón que late al límite, parece como si fuese a estallar dividiéndose y saliendo por la boca, la nariz y los oídos. La respiración es intensa. Los escalofríos me llevan a mover los brazos involuntariamente y a saltar, a saltar sobre el terreno sin parar. El vello se pone de punta. Todas las fuerzas de mi cuerpo están en alerta máxima, dispuestas para luchar o para huir. Sobre el campo de batalla se ha puesto en juego la supervivencia y el organismo está preparado para defenderla. Inconscientemente el cuerpo humano ha reaccionado ante el peligro que se anuncia con el estampido del cohete. Es la señal de ataque, la carga ha comenzado.
Todos mis sentidos alertan a la corteza cerebral. El oído capta la explosión del cohete, los cencerros, los gritos de los espectadores... El gusto, prácticamente ha desaparecido, la boca está completamente seca, todos los líquidos han quedado en reserva para ser enviados como refrigerante a las partes del cuerpo que más calor desprendan como fruto de la combustión producida por los hidratos de carbono reaccionando con las moléculas de oxígeno. El tacto, captado por mis manos que se deslizan rápidas y nerviosas sobre la suave tela de mi pantalón, colocándolo, ajustándolo para conseguir la posición más cómoda previa al inicio de la carrera. La vista me descubre las caras desencajadas de los compañeros que se van retirando. Ahora sí puedo ver la manada, con un toro adelantado. Ahora no sólo puedo verla, la huelo...
El hipotálamo ya ha captado todos los mensajes que le han ido llegando a través de los sentidos. Todos contenían la misma palabra: ¡¡¡ALERTA!!! En una pequeña fracción de segundo, el hipotálamo comunica con la hipófisis, la cual descarga la hormona ACTH (hormona adrenocorticotropa) al torrente sanguíneo hasta que es interceptada por la corteza suprarranal, responsable de la producción de la Adrenalina y de otras hormonas que serán las encargadas de controlar la crisis de peligro que está sufriendo mi cuerpo.
Ahora es el momento, ahora mis arterias rebosan adrenalina y la corteza cerebral de nuevo está recibiendo impulsos, esta vez más fuertes, lo que la hacen ponerse en estado de máxima alerta. La concentración es 100 veces mayor que la que puede tener un espectador ajeno a la carrera. Soy incapaz de sentir dolor, miedo, frío, sed, hambre o cualquier otra sensación que no sea la de correr delante del toro, lo más cerca posible, aguantando, pero sin exponer demasiado. En casa me esperan, necesito cobrar los tres besos que entregué antes de salir, no pienso en ello, pues no tengo tiempo de pensar, pero el instinto de supervivencia me ha hecho quitarme, salirme de la carrera.
La manada pasa sin fijarse en mí. ¡Qué animales más bellos! –Pienso y respiro- Respiro, ventilo mis pulmones con el aire puro y fresco de Segovia. Lleno de oxígeno mis glóbulos rojos. Es la recompensa que merecen tras la veloz carrera que han protagonizado a través de mis venas y mis arterias.
La adrenalina ha activado la ALERTA, ahora es el momento de la relajación, del segundo café, de comentar con los compañeros y del placer, sí, el placer que todo corredor siente aliviado cuando tras el paso de la manada y después de haberla admirado, comprueba que todo está en orden, que no ha habido percances y que todos podrán volver a cobrar el beso que se les debe.
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